Cuando se desató el conflicto
entre las potencias occidentales y el terrorismo islámico, uno de los aspectos que más llamó
mi atención fue la naturaleza del
discurso de los bandos: cada uno por su lado consideraba ser la expresión
legítima del Bien: desde un ángulo, Bush no tuvo el mínimo reparo en sustentar
que su lucha era la del Bien contra el Mal; en tanto que los radicales
islámicos (y no solo los radicales) veían en los Estados Unidos y sus aliados
la encarnación del gran Satán. En este
punto, pues, cabe la interrogante: ¿quién tiene la razón?, ¿cuál será la
perspectiva más correcta?...
Indicado lo anterior, pienso que tras esta clase de dilemas, sumamente polémicos y
escurridizos, se oculta una aguda miopía filosófica, que nos retrotrae a las
clásicas discusiones acerca de las nociones de “Bien” y “Mal”. Y es que, cuando
la mayoría de las personas alude a “lo bueno” o “lo malo”, suelen partir de una
ingenuidad sin par, con la plena convicción de que al decir: “fulano es inmoral”
o “mengano está faltando a la ética”,
todos los individuos poseen el mismo “código”
o criterio de enjuiciamiento moral. Aunque esto constituya un supuesto
demasiado simple, que nos recuerda mucho
al intuicionismo moral, atacado por Moore, no es menos cierto que el ideal de la ética debería estar encaminado a procurar consensos
morales que fortalezcan la convivencia social. En tal sentido, ¿qué
luces podría arrojar la argumentación ética?
Para señalar algunas ideas en torno
al particular, nuestro primer paso
consistirá en evaluar la lógica
subyacente a un presupuesto moral muy extendido: la asunción de que, en el juicio moral, las nociones de “Bien”-
“Mal”:
a- Son obvias: es decir, lo bueno
o lo malo se capta intuitivamente, casi instintivamente;
b- Son evaluadas del mismo modo por todas las personas.
Ciertamente, en pocas ocasiones, cuando emitimos juicios morales, nos
ponemos a pensar en que aquello que para mí es tan evidente (bueno –malo), no
necesariamente lo es para otras personas; quizás para otros los eventos podrían
tener una connotación moral muy
distinta, dependiendo de su personalidad, contexto cultural, creencias, etc.
Ahora bien, esto pareciera inducirnos a una encrucijada: ¿acaso las
acciones pueden ser reputadas de “buenas” o “malas” al mismo tiempo?; ¿ dejar
excesivamente abierto el asunto no incrementa la probabilidad de que prime un
desmesurado relativismo que erosione todo sentido de reflexión ética?... Estas
y muchas otras interrogantes podrían
derivarse de lo indicado; con todo, pienso que aceptar lo contrario: dar por
sentado que los fenómenos son buenos o malos en términos absolutos o universales implicaría, por su parte, la existencia
de estándares de conducta moral igualmente universales.
Un poco para ubicar un punto intermedio
a la cuestión, empezaremos por
decir que el problema de fondo que plantean los dos presupuestos
discutidos no es su veracidad, sino el
alcance que la gente suele asignarles: de hecho, en relación a principios muy generales y extensivos, las personas,
independientemente de su contexto
sociocultural, político, religioso o
personal, tienden a identificar un número significativo de puntos de encuentro
en materia ética (se me ocurren los principios de los Derechos Humanos, las
reglas de oro y de plata); sin embargo, en gran cantidad de caso, incluso
vinculados a los principios generales, los bordes entre lo que se conceptúa
como “bueno” o “malo” tienden a volatizarse
y tornarse poco claros, sumergiéndonos en dudas de difícil dilucidación.
Sintetizando, provisionalmente, lo revisado en las líneas precedentes,
es dable decir que, en materia de principios, es posible detectar asentimientos
más o menos universales. Ahora bien, a todo esto, ¿cuál será el carácter
ontológico de tales principios? La sola
discusión de este punto, podría desviarnos totalmente de nuestro centro de
interés, llevándonos a elucubraciones
metafísicas ya clásicas en Filosofía; por el momento, bástenos con señalar que
la sustancia y valor funcional de los mismos precisa de un importante
componente de comunicación e intercambio intercultural. La referencia a
este último aspecto apunta a un detalle
muchas veces descuidado en la reflexión ética: difícilmente prosperarán
propuestas éticas basadas en principios y elaboraciones puramente metafísicas. En conexión con la
necesaria fundamentación teorética que otorga la ética, se impone la necesidad
de revisar los contendidos socioculturales
y los contextos jurídico-políticos de examen. Y será, precisamente en ese
contraste de perspectivas, tradiciones y culturas que la ética desempeñara su rol más
importante, en, por lo menos 3 ámbitos de acción:
1. Función de clarificación conceptual:
En más de una ocasión, los grandes dilemas éticos no derivan de los contenidos propiamente dichos,
sino de la falta de claridad y acuerdo
en materia conceptual. Incluso podría darse el caso de que, en puntos muy
específicos, los contendidos en conflictos no sean totalmente equivalentes; sin
embargo, con buena disposición y determinadas estipulaciones conceptuales
podrían generarse puentes y vías de encuentro dialógico.
2. Función
desmitificadora: Esta función guardaría mucha relación con la
anterior, puesto que el elemento mítico del imaginario social adquiere su mayor
fuerza del uso lingüístico y conceptual; con
todo, al destacar la dimensión “desmitificadora”, pensamos en la
revisión de inconsistencias, prejuicios e ideas que supondrían una exploración
más minuciosa de asuntos relativos a las tradiciones y culturas arraigadas en
las sociedades. En este marco, los estereotipos, los preconceptos y las
barreras lógico-cognitivas que han cobrado fuerza ancestral en determinados
pueblos requeriría de la intervención de muchos más ingredientes
interdisciplinarios que los puramente conceptuales.
Es más, aprovechando la
coyuntura, me atrevería a decir que una de las mayores mistificaciones ética
suele venir abonada por la misma tradición ética, con su renuencia a aceptar
que los principios metafísicos y
paradigmas teoréticos no son suficientes para impulsar una reflexión ética
realista. ¿Qué sentido tendría una reflexión ética totalmente vinculada de las
dinámicas socioculturales del mundo contemporáneo? Dependerá de la inventiva y potencial intelectual de los
teóricos de la ética configurar esquemas y propuestas que no vegeten perennemente
en acomodaticias torres de marfil.
3. Función fundamentadora e integradora: Prácticamente ningún ser
humano se siente impelido a seguir una conducta determinada de forma gratuita;
es decir, las personas tienden a actuar de un modo porque tienen alguna
razón (o pretenden tener) o
justificación para hacerlo así. En este
marco, la ética juega un papel importante, al plantear y señalar claramente
cuáles serían los fundamentos racionales-funcionales para promover ciertas
prácticas morales en la sociedad
Con todo, la ética, por sí sola no basta para articular una
fundamentación, puesto que la sociedad no solo se desenvuelve en función a
motivaciones éticas, sino que también comprende cuestiones de orden jurídico,
religioso, económico, burocrático, etc. que una reflexión ética madura y
realista no podría obviar. En tal sentido, la integración y visión de conjunto
de todos esos engranajes que impulsen una moral sensata, realista y a tono con
los contextos societales en que se inserta es una función fundamental del quehacer ético.
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