sábado, 4 de mayo de 2013

LA LUCHA DEL BIEN CONTRA EL MAL

   Cuando se desató el conflicto entre las potencias occidentales y el terrorismo islámico, uno de los aspectos  que más llamó  mi atención  fue la naturaleza del discurso de los bandos: cada uno por su lado consideraba ser la expresión legítima del Bien: desde un ángulo, Bush no tuvo el mínimo reparo en sustentar que su lucha era la del Bien contra el Mal; en tanto que los radicales islámicos (y no solo los radicales) veían en los Estados Unidos y sus aliados la encarnación del gran Satán.  En este punto, pues, cabe la interrogante: ¿quién tiene la razón?, ¿cuál será la perspectiva más correcta?...
  Indicado lo anterior, pienso que tras  esta clase de dilemas, sumamente polémicos y escurridizos, se oculta una aguda miopía filosófica, que nos retrotrae a las clásicas discusiones acerca de las nociones de “Bien” y “Mal”. Y es que, cuando la mayoría de las personas alude a “lo bueno” o “lo malo”, suelen partir de una ingenuidad sin par, con la plena convicción de que al decir: “fulano es inmoral” o “mengano está faltando  a la ética”, todos los individuos poseen  el mismo “código” o criterio de enjuiciamiento moral. Aunque esto constituya un supuesto demasiado simple, que nos recuerda mucho  al intuicionismo moral, atacado por Moore,  no es menos cierto que el ideal de la ética  debería estar encaminado a procurar consensos morales que  fortalezcan  la convivencia social. En tal sentido, ¿qué luces podría arrojar la argumentación ética?
  Para señalar algunas ideas en torno  al particular, nuestro primer paso  consistirá en evaluar la lógica  subyacente a un presupuesto moral muy extendido: la asunción  de que, en el juicio moral, las nociones de “Bien”- “Mal”:
   a- Son obvias: es decir, lo bueno  o lo malo se capta intuitivamente, casi instintivamente;
   b- Son evaluadas del mismo modo por todas las personas.
  Ciertamente, en pocas ocasiones, cuando emitimos juicios morales, nos ponemos a pensar en que aquello que para mí es tan evidente (bueno –malo), no necesariamente lo es para otras personas; quizás para otros los eventos podrían tener  una connotación moral muy distinta, dependiendo de su personalidad, contexto cultural, creencias, etc.
  Ahora bien, esto pareciera inducirnos a una encrucijada: ¿acaso las acciones pueden ser reputadas de “buenas” o “malas” al mismo tiempo?; ¿ dejar excesivamente abierto el asunto no incrementa la probabilidad de que prime un desmesurado relativismo que erosione todo sentido de reflexión ética?... Estas y  muchas otras interrogantes podrían derivarse de lo indicado; con todo, pienso que aceptar lo contrario: dar por sentado que los fenómenos son buenos o malos en términos absolutos  o universales implicaría, por su parte, la existencia de estándares de conducta moral igualmente  universales.
  Un poco para ubicar un punto intermedio  a la cuestión,  empezaremos por decir que el problema de fondo que plantean los dos presupuestos discutidos  no es su veracidad, sino el alcance que la gente suele asignarles: de hecho, en relación a principios  muy generales y extensivos, las personas, independientemente  de su contexto sociocultural, político, religioso  o personal, tienden a identificar un número significativo de puntos de encuentro en materia ética (se me ocurren los principios de los Derechos Humanos, las reglas de oro y de plata); sin embargo, en gran cantidad de caso, incluso vinculados a los principios generales, los bordes entre lo que se conceptúa como “bueno” o “malo” tienden a volatizarse  y tornarse poco claros, sumergiéndonos en dudas de difícil dilucidación.
   Sintetizando, provisionalmente, lo revisado en las líneas precedentes, es dable decir que, en materia de principios, es posible detectar asentimientos más o menos universales. Ahora bien, a todo esto, ¿cuál será el carácter ontológico de tales principios?  La sola discusión de este punto, podría desviarnos totalmente de nuestro centro de interés, llevándonos a  elucubraciones metafísicas ya clásicas en Filosofía; por el momento, bástenos con señalar que la sustancia y valor funcional de los mismos precisa de un importante componente de comunicación e intercambio intercultural. La referencia a este último aspecto  apunta a un detalle muchas veces descuidado en la reflexión ética: difícilmente prosperarán propuestas éticas basadas en principios y elaboraciones  puramente metafísicas. En conexión con la necesaria fundamentación teorética que otorga la ética, se impone la necesidad de revisar  los contendidos socioculturales y los contextos jurídico-políticos de examen. Y será, precisamente en ese contraste de perspectivas, tradiciones y culturas  que la ética desempeñara su rol más importante, en, por lo menos 3 ámbitos de acción:
    1. Función de clarificación conceptual: En más de una ocasión, los grandes dilemas éticos no  derivan de los contenidos propiamente dichos, sino  de la falta de claridad y acuerdo en materia conceptual. Incluso podría darse el caso de que, en puntos muy específicos, los contendidos en conflictos no sean totalmente equivalentes; sin embargo, con buena disposición y determinadas estipulaciones conceptuales podrían generarse puentes y vías de encuentro dialógico.
   2. Función  desmitificadora: Esta función guardaría mucha relación con la anterior, puesto que el elemento mítico del imaginario social adquiere su mayor fuerza del uso lingüístico y conceptual; con  todo, al destacar la dimensión “desmitificadora”, pensamos en la revisión de inconsistencias, prejuicios e ideas que supondrían una exploración más minuciosa de asuntos relativos a las tradiciones y culturas arraigadas en las sociedades. En este marco, los estereotipos, los preconceptos y las barreras lógico-cognitivas que han cobrado fuerza ancestral en determinados pueblos requeriría de la intervención de muchos más ingredientes interdisciplinarios que los puramente conceptuales.
   Es  más, aprovechando la coyuntura, me atrevería a decir que una de las mayores mistificaciones ética suele venir abonada por la misma tradición ética, con su renuencia a aceptar que los principios metafísicos  y paradigmas teoréticos no son suficientes para impulsar una reflexión ética realista. ¿Qué sentido tendría una reflexión ética totalmente vinculada de las dinámicas socioculturales del mundo contemporáneo? Dependerá  de la  inventiva y potencial intelectual de los teóricos de la ética configurar esquemas y propuestas que no vegeten perennemente en acomodaticias torres de marfil.
   3. Función fundamentadora e integradora: Prácticamente ningún ser humano se siente impelido a seguir una conducta determinada de forma gratuita; es decir, las personas tienden a actuar de un modo porque tienen alguna razón  (o pretenden tener) o justificación para hacerlo así.  En este marco, la ética juega un papel importante, al plantear y señalar claramente cuáles serían los fundamentos racionales-funcionales para promover ciertas prácticas morales en la sociedad
  Con todo, la ética, por sí sola no basta para articular una fundamentación, puesto que la sociedad no solo se desenvuelve en función a motivaciones éticas, sino que también comprende cuestiones de orden jurídico, religioso, económico, burocrático, etc. que una reflexión ética madura y realista no podría obviar. En tal sentido, la integración y visión de conjunto de todos esos engranajes que impulsen una moral sensata, realista y a tono con los contextos societales en que se inserta  es una función fundamental del quehacer ético.