sábado, 9 de febrero de 2013

EL DESAFÍO ÉTICO DE LA JUSTICIA SOCIAL: MÁS ALLÁ DE LA FANTASMAGORÍA

    Muy probablemente, ceñida  por el origen social elitista de sus propulsores, por centurias, la reflexión moral académica  concentró la mayor cantidad de sus energías en elucubrar casi exclusivamente en torno a las orientaciones axiológicas y la conducta moral del individuo, dando cuenta  hasta de  las más inverosímiles nimiedades. Sin embargo, en ese ínterin, desde mi óptica, se descuidó la profundización del componente social como punto central de referencia al momento de trazarnos los desafíos éticos de la sociedad.
  Es casi seguro que este descuido de lo social tenga mucho que ver con la arraigada convicción eurocéntrica (que se nos transmite en la mayoría de las Facultades de Filosofía) de que “su” visión del ser humano necesariamente podía erigirse en una antropología filosófica universal, sin más ni más; de allí que no sea de extrañar que iniciara la exploración de la “naturaleza humana”, enfocando sus disquisiciones en las facultades individuales “del Hombre” , por considerarla  la vía teorética más práctica: sólo era cuestión de ajustar la noción de “hombre” a cada uno de los contextos.[1]
   Esto sin dejar de mencionar lo indicado al inicio de este escrito: los temas de la injusticia social, la cínica pauperización del tejido social no parecían ser  tópicos de gran interés para intelectuales que tenían sus condiciones materiales básicas resueltas y que, en la mayoría de los casos, habían sido permeados por la idea de que tales asuntos eran demasiado baladíes para planteárselos como cuestión filosófica. (Un caso muy paradigmático es la concepción profundamente elitista de la Grecia clásica, con sus contadas excepciones).
  El punto es que, asumiendo tal mentalidad, que considera  un modelo “humano”  extrapolable a cualquier sociedad, era fácil forjar ideas de “bien”, “mal”, “justicia”, “valores”, “dignidad”… lo suficientemente abstractos (¡filosóficos!) sin necesidad de detenerse mucho en cuestiones meramente “sociológicas”. Así las cosas, tal pensamiento, que campeó por tanto tiempo en el mundo de la Filosofía, propició, a mi ver,  un lamentable descuido de las connotaciones sociales de la Ética y del compromiso que le cabía como vehículo concientizador, que permitiera traer a la palestra los dilemas morales del mundo actual. Y, en este marco, pienso que uno de los desafíos más grandes que debería plantearse la ética es el de la injusticia social y la pobreza. Si bien es cierto no es un problema nuevo, lo que sí se deja entrever es la necesidad enfoques y aproximaciones más elásticas al momento de su abordaje.
   En el campo académico, quizás la expresión más acabada y el esfuerzo más pujante por reivindicar el componente de compromiso ético en la sociedad vinieron jalonados por las teorías socialistas utópicas del decimonono, que logran su madurez teórica con las reflexiones marxistas y engelianas. Cuando Marx y Engels divulgan su espectacular pensamiento,  muchos pensaron  que ese bache ético pendiente al fin había sido sellado: ¡Por fin la Filosofía inclinaría su altanera mirada hacia los grandes problemas éticos de un capitalismo deshumanizador y cruel, por fin la savia filosófica dejaría de ser el privilegio de unos cuantos y se concentraría en una auténtica “transformación” del mundo!… La fiebre ideológica fue tal que, más de una centuria después, su calidez nos llegaba: los países tercermundistas veían en el nuevo “credo” una esperanza; los pobres del mundo encontraban en las ideologías de corte socialista su máxima bandera. Hasta los más reputados intelectuales mostraron su interés por estas ideologías: en su momento, un Sartre y un Russell no disimularon su coqueteo con los movimientos socialistas reivindicativos de la justicia social. Sin embargo, nos alcanzó un nuevo siglo con un conglomerado de ideologías socialistas, de los más diversos tintes, exhausto y asfixiado por un mundo atestado de inequidades sociales y de abismos cada vez mayores entre ricos y pobres. Pareciera, entonces, que ni siquiera la puesta en primer término de  los asuntos de justicia social y pobreza en la agenda ética ha logrado “domesticar” al monstruo. Es más, si revisamos varios de los ensayos políticos auspiciadores de tales ideologías, es evidente el estrepitoso fracaso de los mismos.
   Ante  una panorama como este, parecieran desprenderse, por lo menos,  dos actitudes básicas: por un lado, la apuesta por la muerte de la ideologías: lo que va a “salvar el mundo” no son ambiciosas y románticas ideologías; por otra parte, podría alegarse lo contrario, lo que se necesita es una ideología más contundente, más acabada y que contemple aspectos que se le escaparon los enfoques marxistas anteriores.
  Reflexionar sobre el particular implica revisar muchos aspectos, no sólo filosóficos, sino políticos, económicos, técnicos, etc…que no vamos a profundizar aquí. Sin embargo, quisiera, en este lugar, hacerme eco de punto muy concreto, que, desde mi perspectiva, es uno de los que más perturba la claridad en la materia: A mí me ha dado por denominarlo “la fantasmagoría de la pobreza”. Una de las fantasmagorías que, quizás,  más daño le ha podido haber hecho a las justas reivindicaciones socialistas de los desfavorecidos. Llamo “la fantasmagoría de la pobreza” a la retórica populista que se vale del discurso de la pobreza y de la injusticia social para escalar a posiciones privilegiadas de  poder. Este cáncer contemporáneo no hace distinción de contexto social, ni de bandería política, ni  de clase social, ni de nada…pareciera haberse convertido una moneda corriente enarbolar la bandera de los pobres y los desfavorecidos para convertirse en una figura pública. Este síntoma va más allá de si eres “comunista”, “capitalista” o “centro”: lo más importante es “venderse”, “mercadearse” como sensible a los grandes desafíos éticos de la sociedad contemporánea. Si es mediante revolución, filantropía, “emprendurismo”, cooperativismo, etc…, eso es lo de menos: lo importante es estar “in”. Todo este drama ha dado como resultado que cuando la gente escuche este tipo de prédicas no le sepa a nada y le  huela más a cliché que a otra cosa. Está tan “prostituida” la “cuestión social”, que, literalmente, hay una muerte de las ideologías: como decía el famoso líder chino: no importa el color del gato: lo que importa es que case ratones! Sobre el particular, podrían inferirse 2 corolarios básicos: una ideología per se no garantiza nada como realización coyuntural ética; del mismo modo, la consumación del oportunismo politiquero es la conversión de la “ideología” en mero aparato discursivo, desprovisto de cualquier plan técnico de ejecución
    Este recelo frente a las “ideologías”, podría llevarnos a asumir una visión  más “pragmática” y pensar que, en materia de ética social, este mundo no necesita de “ideologías”, sino de hechos y de respuestas concretas; o, igualmente, a la segunda actitud, antes mencionada, en el sentido de que hay que elaborar ideologías más perfectas.
  Ambas reacciones al problema de la ideología me parecen falaces.
 En primera instancia, si entendemos por “ideología”  un conjunto de creencia e ideas básicas que nos sirven de referente para nuestra conducta y acción, no cabe duda de que todos los seres humanos, unos con “sistemas” más simples, otros con más complejos, siempre precisaremos de un marco ideológico que nos sirva de referente conductual.
     De igual modo, aunque con una connotación atenuada, hay algo de cierto en la famosa expresión de los epígonos del fin de las ideologías: cada vez se ve como más inverosímil la posibilidad de perpetuar, por lo menos con perspectivas omnicomprensivas, ideologías con verdades cerradas en sí mismas y con códigos y dogmas exclusivistas e intransgredibles. La misma globalización y el intercambio cultural continuo han contribuido a ponernos de manifiesto la diversidad humana y su pensamiento.
  Contemplado lo anterior, emerge la famosa interrogante “¿Qué hacer?”  Ciertamente, una de las lecciones  más importante que nos ha quedado de la historia intelectual radica en la consciencia de que no hay sistemas interpretativos cerrados, ni autopiéticos, ni, mucho menos, reflejo fidedigno de los fenómenos: siempre serán aproximaciones que nos permiten interactuar de una manera más simple con la “realidad”; aproximaciones en continuo ajuste y replanteamiento, en correspondencia con el continuo devenir, que pareciera constituir nuestra “esencia” última.
  En síntesis, muy pocos aspectos de nuestra fluctuante realidad parecieran ser susceptibles de ser expresadas en término de fórmulas tajantes y definitivas. Así, vinculando este señalamiento con nuestro tema central de discusión, no parecen estar muy alejados del escenario actual filósofos como Habermas, Adela Cortina y Apel , por mencionar a algunos, quienes privilegian las facultades comunicativas y una ética dialógica como vías más razonables en la persecución de consensos: No hay verdades absolutas, sino temas que se dilucidan dialógicamente.
  No menos cierto es que nuestro mundo carece de muchas condiciones básicas para garantizar diálogos en términos de equidad. De cara a ese panorama, es fundamental que en nuestras comunidades se continúe afianzando la idea del reconocimiento del Otro (de los que no son iguales a nosotros, que no poseen nuestros otros valores ni  creencias, que no comparten nuestros enfoques…): Un reconocimiento que desmonte el viejo mito de que “somos iguales” y que ponga sobre el tapete la necesidad de aprender a vivir en medio de la diferencia ,a menos que apostemos por vivir en continuo conflicto con aquellos que no son “iguales” a nosotros.
   Vinculando lo antedicho con el tema de las ideologías, pareciera ser que el único derrotero que se vislumbra como prometedor sería el de ideologías  centradas en principios interculturales y mediadas por pilares diálogico-comunicativos.
   Diría que el gran problema de la ideología contemporánea no radica en falta de recursos, sino en falta de consensos y voluntad política conducente a tener presente una ética de la solidaridad responsable que reconozca  y contemple las necesidades de los menos favorecidos. Aún más, para superar el perenne cáncer de la verborrea y de la retórica, no me cabe duda de que hay una agenda de encuentro pendiente entre las Filosofía y las diversas ciencias particulares, que debería estar  orientada a vincular más estrechamente los  aspectos “ideológicos” con programas de ejecución y seguimiento. ¿De qué valdría una “ideología” lógicamente bien estructurada y rimbombante si no contempla una faceta ejecutiva? y ¿De qué serviría todo el conocimiento técnico si no se cuenta con un fundamento filosófico que nos indique hacia dónde queremos ir?
   Y, más importante todavía, podríamos interrogarnos, ¿de qué nos valdría todo el conocimiento y el avance científico tecnológico si no estamos dispuestos a revisar los principios morales que subyacen a nuestra conducta, si no tenemos presente el alcance moral de nuestras obras; de aquella dimensión autónoma más intrínseca que nos permite ser personas?...



[1] Sería equivocado decir en los enfoques tradicionales no se abordaron dimensiones sociales de la ética, pero pienso que, en muchas ocasiones, estaban tan cargados de categorías idealistas, que descuidaban, en gran medida, aspectos dinámicos de la sociedad o, simplemente, los ignoraban. Es preciso recordar que los privilegios plenos no le eran reconocidos a todos los seres humanos por igual, por ejemplo, en el pensamiento aristotélico o platónico. Es muy probable que donde Marx veía una explotación, un pensador como Aristóteles hubiera visto algo normal, sin ningún tipo de connotación inmoral