Muy probablemente, ceñida por el
origen social elitista de sus propulsores, por centurias, la reflexión moral
académica concentró la mayor cantidad de
sus energías en elucubrar casi exclusivamente en torno a las orientaciones
axiológicas y la conducta moral del individuo, dando cuenta hasta de las más inverosímiles nimiedades. Sin embargo,
en ese ínterin, desde mi óptica, se descuidó la profundización del componente social
como punto central de referencia al momento de trazarnos los desafíos éticos de
la sociedad.
Es casi seguro que este descuido de lo social tenga mucho que ver con la
arraigada convicción eurocéntrica (que se nos transmite en la mayoría de las
Facultades de Filosofía) de que “su” visión del ser humano necesariamente podía
erigirse en una antropología filosófica universal, sin más ni más; de allí que
no sea de extrañar que iniciara la exploración de la “naturaleza humana”,
enfocando sus disquisiciones en las facultades individuales “del Hombre” , por
considerarla la vía teorética más
práctica: sólo era cuestión de ajustar la noción de “hombre” a cada uno de los
contextos.[1]
Esto sin dejar de mencionar lo indicado al inicio de este escrito: los
temas de la injusticia social, la cínica pauperización del tejido social no
parecían ser tópicos de gran interés
para intelectuales que tenían sus condiciones materiales básicas resueltas y
que, en la mayoría de los casos, habían sido permeados por la idea de que tales
asuntos eran demasiado baladíes para planteárselos como cuestión filosófica.
(Un caso muy paradigmático es la concepción profundamente elitista de la Grecia
clásica, con sus contadas excepciones).
El punto es que, asumiendo tal mentalidad, que considera un modelo “humano” extrapolable a cualquier sociedad, era fácil
forjar ideas de “bien”, “mal”, “justicia”, “valores”, “dignidad”… lo
suficientemente abstractos (¡filosóficos!) sin necesidad de detenerse mucho en
cuestiones meramente “sociológicas”. Así las cosas, tal pensamiento, que campeó
por tanto tiempo en el mundo de la Filosofía, propició, a mi ver, un lamentable descuido de las connotaciones
sociales de la Ética y del compromiso que le cabía como vehículo concientizador,
que permitiera traer a la palestra los dilemas morales del mundo actual. Y, en
este marco, pienso que uno de los desafíos más grandes que debería plantearse
la ética es el de la injusticia social y la pobreza. Si bien es
cierto no es un problema nuevo, lo que sí se deja entrever es la necesidad
enfoques y aproximaciones más elásticas al momento de su abordaje.
En el campo académico, quizás la expresión más acabada y el esfuerzo más
pujante por reivindicar el componente de compromiso ético en la sociedad vinieron
jalonados por las teorías socialistas utópicas del decimonono, que logran su
madurez teórica con las reflexiones marxistas y engelianas. Cuando Marx y
Engels divulgan su espectacular pensamiento, muchos pensaron que ese bache ético pendiente al fin había
sido sellado: ¡Por fin la Filosofía inclinaría su altanera mirada hacia los
grandes problemas éticos de un capitalismo deshumanizador y cruel, por fin la
savia filosófica dejaría de ser el privilegio de unos cuantos y se concentraría
en una auténtica “transformación” del mundo!… La fiebre ideológica fue tal que,
más de una centuria después, su calidez nos llegaba: los países tercermundistas
veían en el nuevo “credo” una esperanza; los pobres del mundo encontraban en
las ideologías de corte socialista su máxima bandera. Hasta los más reputados
intelectuales mostraron su interés por estas ideologías: en su momento, un
Sartre y un Russell no disimularon su coqueteo con los movimientos socialistas
reivindicativos de la justicia social. Sin embargo, nos alcanzó un nuevo siglo
con un conglomerado de ideologías socialistas, de los más diversos tintes,
exhausto y asfixiado por un mundo atestado de inequidades sociales y de abismos
cada vez mayores entre ricos y pobres. Pareciera, entonces, que ni siquiera la
puesta en primer término de los asuntos
de justicia social y pobreza en la agenda ética ha logrado “domesticar” al
monstruo. Es más, si revisamos varios de los ensayos políticos auspiciadores de
tales ideologías, es evidente el estrepitoso fracaso de los mismos.
Ante una panorama como este,
parecieran desprenderse, por lo menos, dos actitudes básicas: por un lado, la apuesta
por la muerte de la ideologías: lo que va a “salvar el mundo” no son ambiciosas
y románticas ideologías; por otra parte, podría alegarse lo contrario, lo que se
necesita es una ideología más contundente, más acabada y que contemple aspectos
que se le escaparon los enfoques marxistas anteriores.
Reflexionar sobre el particular implica revisar muchos aspectos, no sólo
filosóficos, sino políticos, económicos, técnicos, etc…que no vamos a
profundizar aquí. Sin embargo, quisiera, en este lugar, hacerme eco de punto
muy concreto, que, desde mi perspectiva, es uno de los que más perturba la
claridad en la materia: A mí me ha dado por denominarlo “la fantasmagoría de
la pobreza”. Una de las fantasmagorías que, quizás, más daño le ha podido haber hecho a las justas
reivindicaciones socialistas de los desfavorecidos. Llamo “la fantasmagoría de
la pobreza” a la retórica populista que se vale del discurso de la
pobreza y de la injusticia social para escalar a posiciones privilegiadas
de poder. Este cáncer contemporáneo no
hace distinción de contexto social, ni de bandería política, ni de clase social, ni de nada…pareciera haberse
convertido una moneda corriente enarbolar la bandera de los pobres y los desfavorecidos
para convertirse en una figura pública. Este síntoma va más allá de si eres “comunista”,
“capitalista” o “centro”: lo más importante es “venderse”, “mercadearse” como
sensible a los grandes desafíos éticos de la sociedad contemporánea. Si es mediante
revolución, filantropía, “emprendurismo”, cooperativismo, etc…, eso es lo de
menos: lo importante es estar “in”. Todo este drama ha dado como resultado que
cuando la gente escuche este tipo de prédicas no le sepa a nada y le huela más a cliché que a otra cosa. Está tan “prostituida”
la “cuestión social”, que, literalmente, hay una muerte de las ideologías: como
decía el famoso líder chino: no importa el color del gato: lo que importa es
que case ratones! Sobre el particular, podrían inferirse 2 corolarios básicos:
una ideología per se no garantiza nada como realización coyuntural
ética; del mismo modo, la consumación del oportunismo politiquero es la
conversión de la “ideología” en mero aparato discursivo, desprovisto de
cualquier plan técnico de ejecución
Este recelo frente a las “ideologías”, podría
llevarnos a asumir una visión más “pragmática”
y pensar que, en materia de ética social, este mundo no necesita de “ideologías”,
sino de hechos y de respuestas concretas; o, igualmente, a la segunda actitud,
antes mencionada, en el sentido de que hay que elaborar ideologías más
perfectas.
Ambas reacciones al problema de la ideología me parecen falaces.
En primera instancia, si entendemos por “ideología”
un conjunto de creencia e ideas básicas
que nos sirven de referente para nuestra conducta y acción, no cabe duda de que
todos los seres humanos, unos con “sistemas” más simples, otros con más
complejos, siempre precisaremos de un marco ideológico que nos sirva de
referente conductual.
De igual modo, aunque con una connotación
atenuada, hay algo de cierto en la famosa expresión de los epígonos del fin de las
ideologías: cada vez se ve como más inverosímil la posibilidad de perpetuar,
por lo menos con perspectivas omnicomprensivas, ideologías con verdades
cerradas en sí mismas y con códigos y dogmas exclusivistas e intransgredibles.
La misma globalización y el intercambio cultural continuo han contribuido a
ponernos de manifiesto la diversidad humana y su pensamiento.
Contemplado lo anterior, emerge la famosa interrogante “¿Qué hacer?” Ciertamente, una de las lecciones más importante que nos ha quedado de la
historia intelectual radica en la consciencia de que no hay sistemas
interpretativos cerrados, ni autopiéticos, ni, mucho menos, reflejo fidedigno
de los fenómenos: siempre serán aproximaciones que nos permiten interactuar de
una manera más simple con la “realidad”; aproximaciones en continuo ajuste y
replanteamiento, en correspondencia con el continuo devenir, que pareciera
constituir nuestra “esencia” última.
En síntesis, muy pocos aspectos de nuestra fluctuante realidad
parecieran ser susceptibles de ser expresadas en término de fórmulas tajantes y
definitivas. Así, vinculando este señalamiento con nuestro tema central de
discusión, no parecen estar muy alejados del escenario actual filósofos como
Habermas, Adela Cortina y Apel , por mencionar a algunos, quienes privilegian
las facultades comunicativas y una ética dialógica como vías más
razonables en la persecución de consensos: No hay verdades absolutas,
sino temas que se dilucidan dialógicamente.
No menos cierto es que nuestro mundo carece de muchas condiciones
básicas para garantizar diálogos en términos de equidad. De cara a ese
panorama, es fundamental que en nuestras comunidades se continúe afianzando la
idea del reconocimiento del Otro (de los que no son iguales a nosotros,
que no poseen nuestros otros valores ni creencias, que no comparten nuestros enfoques…):
Un reconocimiento que desmonte el viejo mito de que “somos iguales” y
que ponga sobre el tapete la necesidad de aprender a vivir en medio de la diferencia
,a menos que apostemos por vivir en continuo conflicto con aquellos que no son “iguales”
a nosotros.
Vinculando lo antedicho con el tema de las ideologías, pareciera ser que
el único derrotero que se vislumbra como prometedor sería el de ideologías centradas en principios interculturales
y mediadas por pilares diálogico-comunicativos.
Diría que el gran problema de la ideología contemporánea no radica en
falta de recursos, sino en falta de consensos y voluntad política
conducente a tener presente una ética de la solidaridad responsable que
reconozca y contemple las necesidades de
los menos favorecidos. Aún más, para superar el perenne cáncer de la verborrea
y de la retórica, no me cabe duda de que hay una agenda de encuentro pendiente
entre las Filosofía y las diversas ciencias particulares, que debería estar orientada a vincular más estrechamente
los aspectos “ideológicos” con programas
de ejecución y seguimiento. ¿De qué valdría una “ideología” lógicamente bien
estructurada y rimbombante si no contempla una faceta ejecutiva? y ¿De qué
serviría todo el conocimiento técnico si no se cuenta con un fundamento
filosófico que nos indique hacia dónde queremos ir?
Y, más importante todavía, podríamos interrogarnos, ¿de qué nos valdría todo
el conocimiento y el avance científico tecnológico si no estamos dispuestos a
revisar los principios morales que subyacen a nuestra conducta, si no tenemos
presente el alcance moral de nuestras obras; de aquella dimensión autónoma más
intrínseca que nos permite ser personas?...
[1]
Sería equivocado decir en los enfoques tradicionales no se abordaron
dimensiones sociales de la ética, pero pienso que, en muchas ocasiones, estaban
tan cargados de categorías idealistas, que descuidaban, en gran medida,
aspectos dinámicos de la sociedad o, simplemente, los ignoraban. Es preciso
recordar que los privilegios plenos no le eran reconocidos a todos los seres
humanos por igual, por ejemplo, en el pensamiento aristotélico o platónico. Es
muy probable que donde Marx veía una explotación, un pensador como Aristóteles
hubiera visto algo normal, sin ningún tipo de connotación inmoral