A lo largo de la historia de la humanidad,
se han dado las más diversas aproximaciones, desde las más lacónicas hasta las
más exuberantes, para interpretar el fenómeno religioso e, igualmente, se han
asumido infinidad de actitudes en relación al particular. Antes de ir al tema
de fondo que motiva nuestro examen, considero pertinente indicar, brevemente,
el alcance de nuestra reflexión en relación con lo los ejercicios teóricos
antedichos: primero, en este ensayo no nos interesa ahondar en la infinidad de
concepciones ontológicas de “Dios”. En este punto, bástenos con decir que
concebimos a “Dios” como una entidad superior, que nos trasciende
como seres humanos y que sobrepasa con creces cualesquiera de nuestras
habilidades. Me valgo de esta conceptualización genérica, puesto que entrar a
temas más específicos , como lo son la representación de Dios, o sus cualidades
y atributos nos alejaría demasiado de nuestro centro de interés, máxime si
tenemos en cuenta la multiplicidad de representaciones de “Dios” que existen,
incluso en un marco supuestamente tan homogéneo, como lo es la tradición
judeocristiana. (A menos que estemos dispuestos a aceptar que hay un consenso,
por ejemplo, en torno a la noción de trinidad entre un testigo de Jehová, un católico y un
adventista).
En segundo lugar, no nos interesa el tema como
objeto de apologética: es decir, aquí considero totalmente irrelevante para el
caso entrar a discutir si existe o no
existe una divinidad, o cuál es la manera más adecuada de conectarnos con ella,
o si se interesa o no por nosotros. No conformamos con el bosquejo de noción que se señaló al principio.
Hechas las acotaciones previas, procuraré
resumir el objeto central de este escrito: diría que la dimensión que me gustaría revisar un poco más es la
banalización de “Dios” en el imaginario popular. Probablemente, sí le
preguntáramos a la mayor parte de las personas que nos rodean qué ocupa el
primer lugar en su vida, un número significativo contestaría que “Dios”. Sin
embargo, a menos que apostemos por la gazmoñería, tendríamos que reconocer que
expresiones tales como: “mi confianza está puesta en Dios”, “sólo le temo a
Dios”, “sólo creo en Dios”, .... y otra retahíla de expresiones populares no
pasan de ser más que reconfortantes clichés. ¿Y en qué me baso yo para blasfemar
de tal modo, quién me creo yo?... (Recuerdo que mi punto no es entrar en el
terreno apologético; sólo me interesa la
cuestión como un fenómeno social que se da y de qué modo se integra en el
imaginario social dominante). Continuando con el hilo anterior, considero que la
respuesta es muy simple: me baso en el hecho de que, en la mayoría de los
casos, no hay ninguna correspondencia entre el discurso religioso y las
acciones de sus propugnadores. Me extiendo un poco más en esto: todas las
religiones cuentan con una base doctrinal, cargada de preceptos éticos y normas
de conducta inherentes a la condición de creyente; sin embargo, no difícil
percatarse de que gran parte de esos principios son letra muerta en la
práctica, que no como artilugio retórico. De allí que no sea raro que el gran
Gandhi dijera una vez que le gustaba Cristo, mas no los cristianos…. Prácticamente,
en todas las religiones se no presenta a una divinidad muy celosa de su nombre;
a tal punto que en la Biblia, explícitamente, se plasma como mandamiento no tomar el nombre de Dios en vano. Sin
embargo, nos hastiamos de escuchar expresiones tales como: “Dios los castigará”,
“Dios está conmigo”, “yo se lo dejo a Dios”…. Asumiendo, implícitamente, que “Dios”
está de nuestra parte; y pregunto yo: asumiendo la existencia de un Dios
antropomórfico, ¿qué nos garantiza que está de nuestro lado?, ¿acaso no podía
estar del lado contrario?... En síntesis, la alusión a “Dios” como centro de
nuestras vidas, no pasa de ser más que un cliché más, como el sin número de
cliches fabricados en torno al amor, la amistad, el respeto, etc.
A todo esto cabría la interrogante, ¿qué
subyace al fenómeno? Mi hipótesis es básica, la apelación a “Dios” como juez y benefactor universal permitiría 2 objetivos
fundamentales:
a. Despersonalizar el compromiso: Por
ejemplo, si yo digo: “Yo sólo creo en Dios”, “yo sólo confío en Dios”,
podríamos hablar de un enunciado verosímil si fuera fácticamente posible, pero,
en la vida real no pasa de ser una perogrullada: nuestra vida está cimentada en
fuertes tejidos sociales: cuando compro en el supermercado, debo confiar en que
alguien no le echo veneno a los alimentos para deshacerse de mí; cuando salgo a
mi trabajo, debo confiar en que alguien no puso una bomba en mi oficina; cuando
voy a una fiesta, debo confiar que no le
han puesto cianuro a las golosinas…en fin, ciertamente uno debe ser una persona
precavida, elegir bien a las personas en quienes confía y todo lo demás. Con
todo, cuando alguien quiere victimizarse, eximirse de compromiso o jugar al
paranoico, simplemente puede decir “sólo confío en Dios”, puesto que
difícilmente “Dios” le haría una mueca, le daría una bofetada o le diría cuatro
verdades en la cara. Como, en la mayoría de las veces, se representa como
intangible y espiritual, cada individuo lo puede idear a su manera y
conveniencia…
b.
Encubrir nuestros egoísmos: Continuando con la misma lógica, como “Dios”
suele ser una entidad abstracta, que tiene la facultad de dialogar privadamente
conmigo, conceptúo un “Dios” a mi medida, enfocado en mis deseos y anhelos…
incluso uno podría decir que “se lo deja todo a Dios”, “que Él haga su voluntad”,
pero cuando yo hablo con Él, detrás de ese discurso atenuante hay un fogoso
deseo de que se cumpla lo que yo quiero ,lo que yo deseo y lo que me hace bien
a mí; poco importa si eso afecta o hiere a otro, puesto que tengo una noción de
“Dios” a mi medida.
c. Enmascarar nuestras bajas pasiones:
Podría ser que uno le desee mucho mal a alguien o le tenga mala voluntad, pero
como no nos atrevemos a expresarlo directamente, ¿qué mejor recurso que decir: “Dios
me hará justicia”, “yo se lo dejo a Dios”,
“allá arriba hay uno”… O, en el caso contrario, cuando podemos recompensar una
buena obra o mostrar gratitud, es más fácil hacerse de la vista gorda y decir
con una amplia sonrisa: “¡Que Dios se lo pague!”.
Así, pues, la banalización de Dios forma
parte del pan nuestro de cada día: hay gente llena de envidia, mala fe,
egoísmo, odio, etc…. sin embargo, en su discurso “Dios” ocupa el primer lugar.
Un
poco valiéndonos del mundo de la farándula, podríamos decir que la frase de
Arjona expresa una reconvención muy elocuente acerca de esta patología contemporánea:
“Dios es verbo; no sustantivo”.
¿Cuál es el punto de esta disquisición? Diría
que, independientemente de que tengamos una afiliación religiosa o no, es
preciso reconocer que los textos religiosos cuentan con una serie de normas
morales que, puestas en práctica, serían
de mucho provecho para la humanidad, puesto que la noción de Dios adquiere su
máximo esplendor como fenómeno social cuando está orientada a la
humanidad; no como subterfugio sectario, egoísta o caprichoso.Porque,
ciertamente, si hacemos de la fe y de Dios una mera cuestión de retórica,
tendremos como resultado un mundo tan caótico y “líquido”( para decirlo con
Baumann), como el que nos ha tocado vivir…¿Hasta qué punto los grandes
pregoneros de la fe, los apóstoles y “elegidos” han tendido un diálogo sincero consigo mismo, antes de plantearse dilucidar
los misterios sempiternos?... En síntesis, quizás el gran dilema divino no
descanse en el plano metafísico, sino en la dimensión existencial de las
personas que presumen su adhesión a “Dios”, en ese diálogo con uno mismo, para
reconocer tano los vicios como las virtudes propias y poder hacer algo al
respecto. O, para expresarlo más cristianamente: el asunto está en el “corazón”
del hombre…